La televisión es un instrumento muy potente que hubiese podido ser una bendición para la humanidad, pero de hecho es una tragedia. Esto se debe a dos motivos: a) la vaciedad del contenido; b) el modo en que se presenta ese contenido, la forma de informar que no constituye un defecto pasajero sino algo esencial que no puede ser corregido.
En cuanto al contenido, los programas representan una sub-cultura, vulgar, baja, que se expresa en un lenguaje vulgar, vacío, violento y obsceno. La competencia comercial lleva a que el nivel descienda al dominador común más bajo. Los adultos y los niños se encuentran expuestos diariamente a contenidos que están en contradicción con todo código moral básico. La pantalla ‘brillante’ resalta el materialismo, factor que lleva a la disminución de la tensión ideológica. El cuerpo de la mujer se transforma en un producto hedonista que afecta su dignidad.
Existe una relación directa entre la televisión y el nivel de violencia en la sociedad. Durante las decenas de años de la existencia de este aparato, graves delitos, tales como asesinatos, robos, etc., han transformado a los espectadores en personas faltas de sensibilidad. Esto fue demostrado al conectar a televidentes a un fisiógrafo, aparato que funciona según el mismo principio que el detector de mentiras, y percibir que, de hecho, las personas no reaccionan más frente a las atrocidades. Los romanos estaban expuestos en sus circos a espectáculos crueles y la televisión presenta aún peores.
Los medios de comunicación electrónica constituyen un sistema educativo alternativo, el que determina los valores y los estereotipos: lo que es aceptado y lo que es considerado como un éxito. Describe un mundo violento, peligroso y hostil. Los niños están expuestos a los problemas de los adultos antes de tiempo, cuando aún no han madurado emocionalmente. En plena infancia, están ya acostumbrados a todas las abominaciones de la vida.
La televisión acostumbra a las personas a los asesinatos y, en particular, al crimen de ‘cuello blanco’ que presenta sin escandalizarse. ¿Cuál es la columna vertebral de una juventud que crece en una sub-cultura
como ésta, a la que le dedica la mayoría de su tiempo libre, un promedio de 130 minutos diarios? Siendo aún bebé, comienza a mirar los cables a partir de la edad de un año y medio, ¡llegando a la edad escolar con 15.000 horas de experiencia como televidente!
Todo esto en relación al contenido que teóricamente puede ser corregido, a pesar de que parece ser una causa perdida. No obstante, el problema de la creación es más esencial. Este aparato acostumbra al ser humano a una actitud pasiva, a la haraganería espiritual. En los niños, el hemisferio izquierdo del cerebro, el que controla el desarrollo del lenguaje, el habla y el pensamiento analítico, se deforma debido a una percepción visual y no verbal que no exige esfuerzo alguno.
El individuo se atonta porque ya no necesita pensar ni utilizar su inteligencia. Allí, dentro del televisor, hay quienes piensan en lugar nuestro y nos explican todo. En pocos instantes, nos transmiten una amplia gama de temas en forma superficial, de un modo que no llega a la verdad. El espectador cree que comprende, pero en realidad lo adulan para darle la impresión equívoca que ya es un experto en el tema.
Nos presentan una imagen irreal del mundo: sólo existe aquello que percibe la cámara. Nuestra personalidad se ve dañada. La televisión se transforma en nuestros propios ojos. Es la que determina nuestra visión, decidiendo si un incendio deber ser visto como un espectáculo sorprendente o preocupante, etc. Nos roba parte de la personalidad y la adormece. Hoy en día, una persona normal es quien posee las ideas de la televisión, es decir, opiniones superficiales. Porque no es posible transmitir una idea a través de la imagen.
El criterio de la televisión es el placer; la ‘diversión visual’, nos dicen antes de cada programa. No hay pensamiento abstracto, no hay un análisis objetivo ni la deducción de conclusiones. Permite tan sólo una satisfacción inmediata, concreta.
En la televisión, un líder es valorado de acuerdo a su conducta externa y no según la profundidad de sus palabras. La información y la publicidad ocupan un lugar más importante que el hacer, la imagen más que la realidad. La estrella de cine es el héroe. Al mismo tiempo, el líder se ve obligado a comportarse acorde.
La televisión vive en el presente, en el aquí y ahora. En la televisión, la realidad es reducida a flashes breves e impresionantes, cada uno de los cuales hace olvidar lo importante. La fe, en cambio, es algo profundo y abstracto, no es sensorial porque no permite percibir imagen alguna. La televisión crea un escenario de vida imaginario como el teatro, crea una realidad. Es el testigo, el juez y el verdugo. No tiene una obligación moral ni nacional. Está sólo obligada a sí misma y enamorada de sí misma.
Cuando leemos un libro, profundizamos y meditamos. En la televisión, el aquí y ahora conforman el todo. Toda sociedad posee héroes. En el libro, el héroe puede ser un científico, un erudito, un sabio que es reconocido por sus ideas y opiniones, y no sólo por sus aventuras y luchas. El héroe literario es más espiritual. El héroe electrónico es una especie de animador, un personaje ligero, un individuo trivial cuya vida diaria es conocida por todos. No despierta temor ni respeto y posee admiradores inestables.
Debido a la rápida difusión de la información y su pasaje veloz, no hay tiempo para prestar atención a las ideas. Es necesario una renovación constante y una transmisión rápida. El héroe se transforma en animador. El nivel de los temas desciende. La educación, la religión y la política se transforman en diversión. La historia ya no es más lo que se puede leer sino lo que se puede ver.
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