El 16 de junio de
1955: el día más violento
Este jueves se
cumplirán 50 años de una jornada que, con los bombardeos en Plaza de Mayo y la
quema de iglesias, representó como pocas otras la división política del país
que provocó el peronismo y que marcaría a fuego las siguientes décadas
Cerca del mediodía,
el presidente Juan Domingo Perón salió con cierto sigilo de su despacho en la Casa Rosada y se ubicó
en el asiento trasero de un auto que arrancó, veloz, en dirección al sur. El viaje
fue brevísimo. Perón entendió que el edificio Libertador, entonces Ministerio
de Guerra, a sólo 150
metros, era un refugio adecuado para sortear el que al
cabo sería el levantamiento golpista más cruento de la historia, a la vez que
un intento de magnicidio carente de sutileza alguna, ya que para intentar
matarlo se bombardearon desde el aire la Plaza de Mayo, la Casa Rosada, la
avenida Paseo Colón, la
Avenida de Mayo, el Congreso, la residencia presidencial
(donde ahora está la
Biblioteca Nacional) y todas las adyacencias. Las bombas y
metrallas de la aviación naval causaron entre la población civil alrededor de
300 muertos y un millar de heridos -las cifras exactas nunca se conocieron-;
esa misma noche, grupos armados vinculados al gobierno incendiaron la Curia y una docena de
iglesias.
Aunque suele
repetirse que desde la invasiones inglesas no había habido un bombardeo sobre
Buenos Aires, la verdad es que ni siquiera lo hubo en el siglo XIX, cuando la
ciudad fue, en todo caso, tomada: por sus formas, por su magnitud, por la
ausencia de guerra y sobre todo por la decisión de atacar blancos civiles, los
sucesos de junio de 1955 fueron tan cruentos como impares, tampoco comparables
con el enfrentamiento de 1962 entre Azules y Colorados que dejaron algunos
cráteres en el Parque Chacabuco.
Fue singular, a la
vez, la reacción de Perón. A ningún otro presidente constitucional amenazado
por un golpe de estado se le ocurrió, ni antes ni después, buscar protección en
la comandancia del Ejército. Al principio el general vibró con el bombardeo en
la oficina que lo cobijaba, la del general Franklin Lucero, ministro de
Ejército. Pero allí fueron pocos minutos. El estallido de todos los vidrios de
las ventanas lo convenció de la conveniencia de pasar al subsuelo.
El jueves 16 de junio
de 1955 estaba previsto un desfile aéreo, con punto de observación privilegiado
en la Plaza de
Mayo, en homenaje a San Martín. Muchos pensaron que Perón lo miraría desde la
terraza de la Casa
de Gobierno, idea que al parecer nunca estuvo en sus planes. No se trataba, en
rigor, de un festival aéreo políticamente aséptico, como no lo era entonces
casi nada de lo que ocurría en esa Argentina polarizada, partida en mitades por
el peronismo y el antiperonismo. Se pretendía que la memoria de San Martín
había sido ultrajada por la marcha de Corpus Christi. "A las doce una
formación de aviones Gloster Meteor de las unidades caza-interceptoras de la
fuerza aérea volarán sobre la
Catedral", avisaba con diabólica mansedumbre un
comunicado oficial (citado por Hugo Gambini en su Historia del Peronismo, La Obsecuencia,
1952-1955).
Más de cien mil
personas habían participado el sábado anterior en el peculiar Corpus Christi,
cuando el fervor religioso cedió paso a la reacción de sectores medios y altos
contra la ofensiva anticatólica y la caminata se transformó en una inofensiva
-aunque nutrida- manifestación opositora. Sobre el final se produjo el confuso
episodio de la quema de una bandera argentina, supuestamente sustituida por la
bandera vaticana en un mástil del Congreso.
Tensión con la Iglesia
Perón sostenía desde
1954 un oscilante conflicto -el más grave que haya habido- con la Iglesia Católica,
la cual, si bien había jugado antes un papel favorable a su régimen (inclusive
con directivas pastorales electoralmente oficialistas), era la única
institución importante que él no controlaba. El cambio de política se basó
sobre el argumento de que la oposición se valía de la Iglesia para combatir al
gobierno y aunque pretendía justificarse como una respuesta a algunos curas
conspiradores ("traidores" y "falsos peronistas"), una
serie de medidas oficiales, como la supresión de la enseñanza religiosa, la
prohibición de usar símbolos religiosos en Navidad, las entonces desafiantes leyes
de divorcio y de legalización de la prostitución, la eliminación de los
feriados católicos y la amenaza creciente de quitarle el apoyo estatal a la
iglesia mostraron que el verdadero cortocircuito había trepado a las cimas
institucionales. En ese contexto, el 25 de mayo de 1955 -antecedente hace poco
olvidado-, Perón se convirtió en el primer presidente en no asistir al
tradicional tedeum en la catedral.
De tan trascendente,
el enfrentamiento con la
Iglesia produjo también conflictos de conciencia en las filas
peronistas. Antonio Cafiero, quien en abril de 1955 renunció como ministro de
Perón por no conseguir conciliar su peronismo con su catolicisimo, piensa hoy
que efectivamente hubo una correspondencia del conflicto con la Iglesia y los sucesos del
16 de junio. "El conflicto impactó en la oficialidad joven de fe católica,
afectada porque obviamente Perón tenía rasgos autoritarios, que no es lo mismo
que totalitarios; y me imagino que las mujeres de esos oficiales debieron de
jugar un rol trascendental", dice Cafiero, quien hace 50 años siguió por
radio, en su casa de San Cristóbal, el bombardeo, cuyos devastadores efectos
materiales valoró al día siguiente cuando fue a verlo al presidente.
La marcha de Corpus
Christi resultó responsabilizada por la propaganda oficial de la quema de la
bandera, una asociación burda que sin embargo no sonrojaba a las radios y
diarios regimentados por el temible secretario de Prensa y Difusión Raúl Apold.
Posteriores investigaciones demostraron que el episodio fue armado.
Efectivamente hubo una bandera argentina quemada, pero la incendió en soledad
un agente policial, por orden del comisario de la seccional 6», para que el
ministro del Interior, Angel Borlenghi, pudiese fotografiarse con Perón
apreciando los restos, de acuerdo con la reconstrucción histórica hecha por
Isidoro J. Ruiz Moreno. El tema trascendió, como lo demostraría sir Winston
Churchill cuando dijo: "Perón es el primer soldado que ha quemado su
bandera y el primer católico que ha quemado sus iglesias". Y tuvo en los
días siguientes graves consecuencias. Aparte de las movilizaciones oficiales
(el martes la CGT
organizó frente al Congreso un desagravio "al pabellón nacional y a la
memoria de la señora Eva Perón"), un decreto de Perón removió al monseñor
Manuel Tato y al diácono Ramón Novoa al responsabilizarlos por la marcha
subversiva. Ambos fueron deportados a Roma. Cuarenta y ocho horas después,
justamente el jueves, día del bombardeo, el Vaticano devolvió el golpe.
Excomulgó, sin nombrarlos, a quienes habían expulsado a monseñor Tato. Es
decir, a Perón, el firmante del decreto del 14 de junio.
Esa mañana, también,
Perón había estado conversando durante una hora con el embajador norteamericano
Albert Nuffer. Joseph Page, el más meticuloso biógrafo de Perón, cuenta en el
segundo tomo de su obra, sobre la base de documentos desclasificados del
Departamento de Estado, que -según Nuffer informó a Washington una semana
después- Perón le había comentado durante ese diálogo que los problemas con la Iglesia conseguían
aumentar su popularidad.
Habría sido durante
la entrevista con el embajador cuando le avisaron a Perón que algo pasaba en la Escuela de Mecánica de la Armada (la hoy
dramáticamente célebre ESMA) y en el entonces flamante aeropuerto de Ezeiza.
Primeros reflejos: la ESMA
fue rodeada de inmediato por tropas leales, algo que contribuiría con eficacia
a trabar el plan golpista. Aunque la inteligencia oficial sabía que se planeaba
el levantamiento -eso obligó al líder Samuel Toranzo Calderón, jefe del Estado
Mayor de la infantería de marina, a adelantarlo-, desconocía el plan y el
extraordinario grado de violencia previsto. De otro modo no podría entenderse
la falta de recaudos defensivos hasta último momento. Al bombardeo debía
seguirle un ataque de infantes de Marina a la Casa Rosada con el
concurso de civiles, el posicionamiento de la flota de guerra en el Río de la Plata y la sumatoria
sincronizada de tropas del Ejército aerotransportadas. Pero el Ejército, al
cabo, no se plegó.
Era una mañana
demasiado nublada para un ataque aéreo de precisión con el instrumental de la
época, a tal punto que el general León Justo Bengoa no pudo volar por mal
tiempo para levantar a sus subordinados en Paraná como se había establecido; no
faltó quien lo interpretara como una deserción. Tres horas después de lo
previsto, a las 12.40, los bombarderos iniciaron el ataque. La primera bomba,
que cayó en el techo de la
Casa Rosada, habría sido la única capaz de ser explicada -lo
que no implica decir justificada- en el marco del objetivo golpista. Pero la
siguiente dio en un trolebús que circulaba por Paseo Colón y mató a todos sus
ocupantes, mientras la gente que estaba en la plaza corría con tanto
desconcierto como desesperación. Poco más tarde, durante una nueva incursión
aérea, la plaza ya era un tendal de cadáveres y personas mutiladas. Había
feroces tiroteos, mientras la presencia de fuerzas del Ejército obligaba en
otros puntos de la ciudad a las fuerzas rebeldes a replegarse en el Ministerio
de Marina, que capitularía al caer la tarde, luego de sufrir una improvisada
amenaza de invasión de civiles peronistas con palos movilizados por el
sindicalismo en contra de una orden del general. A las cuatro todavía era
atacada con metralla aérea la gente movilizada en camiones enviados por la CGT, que -relata Gambini- se
dispersó en forma desordenada. Los aviones rebeldes terminaron en el Uruguay y
los civiles atacantes se escondieron.
Perón desmintió la
versión de su muerte, festejada en una prematura proclama revolucionaria que
había llegado a propalarse por Radio Mitre, al hablarle a todo el país a las
seis de la tarde. Dijo que la situación estaba controlada, pidió calma y elogió
a los militares leales.
Las consecuencias
A diferencia de lo
ocurrido en septiembre de 1951 con el levantamiento encabezado por el general
Benjamín Menéndez (como consecuencia del cual Perón mantuvo preso durante años
a una treintena de oficiales, entre ellos el general Alejandro Lanusse, quien
en 1973 le devolvería el poder al peronismo), esta vez no hubo purgas ni persecuciones
sino actitudes conciliatorias. Perón, que emergió debilitado y sería derrocado
sin sangre tres meses después, no ordenó investigar los hechos del 16 de junio,
cuyos pormenores fueron soslayados. Por eso nunca se aclaró del todo el número
de víctimas (en Bombas sobre Buenos Aires, un libro reciente de Daniel Cichero,
se intenta una identificación de las víctimas, que sumarían 229 muertos -entre
ellos 19 militares- y 797 heridos -76 militares-, aunque el propio investigador
relativiza su censo y lamenta la manipulación de cifras de ambas partes).
Historiadores no
peronistas como José Luis Romero escribieron -con un enfoque semejante al
expresado por Félix Luna- que el intento de golpe de junio fue
"verdaderamemente descabellado" (Luna suele poner el acento en el
error histórico de Perón de pelearse con la Iglesia sin necesidad). Hoy reitera Fermín
Chávez, con una visión peronista, que se trató de "la misma conspiración
antiperonista que venía de 1952 y 1953". Para Alejandro Horowicz, autor de
Los cuatro peronismos, fue, en esencia, un ataque pensado: "Una explícita
advertencia de hasta dónde estaban dispuestos a llegar si Perón no
renunciaba".
Pero antes de caer y
huir al Paraguay, durante esos noventa días, Perón probó de todo para
sobrevivir, desde proclamar el final de la revolución peronista hasta autorizar
a un único opositor, Arturo Frondizi (no así a Alfredo Palacios) a utilizar la
radio del Estado para expresarse -concesión inédita- y ensayar una renuncia
retórica revertida por el clamor cegetista, a fin de agosto, hasta la famosa
arenga enfervorizada, en el otro extremo, del cinco por uno ("por cada uno
de los nuestros que caiga caerán cinco de ellos") que resucitarían como un
ritual de guerra dos décadas más tarde los Montoneros sedientos de venganza.
Cesaron también ese trimestre los ataques a la Iglesia, aunque eso sólo
sucedió después del broche del trágico jueves 16 de junio, cuando la amenaza
tantas veces enunciada desde los balcones del régimen se hizo realidad y fueron
saqueados e incendiados en serie templos católicos: la Curia, la Catedral y las iglesias
de Santo Domingo, San Francisco, San Ignacio, San Miguel, La Merced, del Socorro, San
Nicolás de Bari, San Juan Bautista y la capilla San Roque. La impunidad
acompañó a los grupos de choque peronistas, apenas unas horas después de que el
presidente le anunciara al país que la situación estaba controlada. Luego del
bombardeo, la quema de las iglesias consecutiva, de signo contrario, condensó
en la misma jornada la irracionalidad a la que se había llevado desde el poder
la convivencia nacional. .
Por Pablo Mendelevich