Mascotas, un vínculo con lo esencial. No le gustan las convenciones sociales y escapa de las fiestas, confiesa el autor. En los perros y gatos descubre una entrega sin condiciones que le gusta defender en otros ámbitos de la vida.
No soy fóbico pero siempre que puedo evito las multitudes. Tampoco festejo mi cumpleaños. No me gustan los cumpleaños. Ninguno. Desde chico, escapo de las fiestas preestablecidas. Las detesto. Me fastidian las frases hechas, los lugares comunes, las obligaciones. Bautismos, casamientos, año nuevo, Navidad me provocan la misma incomodidad. Poner caras, aplaudir, mostrar efusividad, no es lo mío. Las bodas de oro, los aniversarios, las conmemoraciones me ponen tenso.
No sé decir frases huecas. Lamento tener que comportarme. No soporto las charlas de ascensor ni el periodismo de consorcio. O esa frase tipo Tía Elena me pidió que te mandara muchos besos. ¿Con qué cara podía, siendo adolescente, agradecer eso? Nunca lo hice. No soy un cínico, al menos en esas situaciones. Ni antes ni ahora. Tampoco sé hacer como si. Sufro de empatía selectiva avanzada. ¿Mi infancia? Como la de cualquier otro. No había mucho de nada pero tampoco faltaba lo imprescindible. Eso sí: tenía mi perro. Y con eso bastaba.
Mis padres lo habían traído un año después de que yo naciera, por lo que prácticamente crecimos juntos. Crecer, cuando se es chico, sucede. Durante los primeros años, rara vez hay conflictos existenciales. Después las cosas se complican, pero al principio …. simplemente sucede. Y yo crecí feliz, con Chiquito, un perrazo enorme, lanudo, que me paseó por su vida. Hasta los 12 años. Entonces Chiquito enfermó, y el niño que yo era tuvo que hacerse aceleradamente hombre. El problema eran sus caderas: se le vencían al caminar. Las consultas médicas se multiplicaron hasta que fue inevitable articular el desenlace.
Esa primera prueba, la primera despedida planificada, me marcó de por vida. Un niño de 12 años toma la decisión, después de meses de ser testigo del lento deterioro de su mascota, de la necesidad del sacrificio. 12 años … Una mañana desperté, lo vi en el comedor, echado, me miró, y supe que había llegado el momento. Me lo estaba diciendo con la mirada. No puedo más Javi; no puedo más leí en sus ojos. Ya para entonces me había enseñado lo que significaba amor incondicional.
Pasábamos todo el día juntos, en especial los fines de semana, cuando con mi familia nos trasladábamos a nuestra quinta en Cardales. Él, yo, y una gata tricolor, de campo, cuyo nombre –si lo tuvo– no retengo. Ahora que lo escribo, ahora que estructuro las oraciones y desparramo las ideas, pienso que son esos recuerdos sinceros, limpios de toda manipulación, los que me han hecho escapar, desde edad temprana, de los festejos forzados, de las alegrías infundadas.
Pero no es sólo eso o hay algo más. A diferencia de las fiestas, siempre me han gustado los animales: en ellos no hay nada que sea fingido. No irritan con comentarios, no hacen de otros ni nos obligan a comportarnos civilizadamente cuando alguien o algo nos molesta. Adoro a los perros. Me cuesta no acariciarlos en la calle. No lo hago por misticismo o cábala. Simplemente me conectan con el barro elemental. Sé que puede resultar exagerado, pero los ojos de un perro o de un gato nunca te mienten.
Mi segunda mascota fue Cinthia, una mestiza mediana, color té con leche, que impusieron mis padres. La sacaba a pasear y compartíamos tiempo, pero jamás llegué a quererla plenamente. Años después, ya emancipado de la casa familiar, supe en alguna visita que había muerto. Entonces entendí el por qué de mi desamor. No venía de ella ni de mí: no nos habíamos elegido.
Los perros … y los gatos. Ahí terminan, para mí, las posibles mascotas de ciudad. Nunca adoptaría un ave, una tortuga u otro reptil. No sé humanizar a gran escala. Tampoco me gustan los zoológicos, ni los leones atravesando aros de fuego, ni los magos con conejo. Pero siempre me han gustado los animales. Me gusta tenerlos y me gusta, también, que mis amigos tengan. De hecho, durante los veranos, cuando no estoy vacacionando, suelo cuidar los perros de mis amigos. Recuerdo especialmente a Bernie, un setter irlandés con el que compartí varios eneros de mi adolescencia, y –en los últimos años– a Bono, el Golden Retriever más dócil que pueda imaginarse. Disfruto de esa paternidad momentánea.
No creo haber pasado más de un año sin mascota. A los 23 años fue el turno de Fidel, un Basset Hound, y de una gata callejera, a la que bauticé Schiffer. Al perro había que bañarlo cada dos semanas, si no olía como si estuviera en estado de descomposición constante. Limpiarle las orejas y evitar que se comiera las medias, las bolsas de basura, las zapatillas, era como trabajar encadenado. La gata se balanceaba por encima de la mesa y nos miraba jugar, o gruñir, o gritar. Terco, empacado, Fidel nunca fue un perro sencillo. Schiffer compensaba.
Una vez escuche a la madre de Joan Manuel Serrat decir: A mis hijos los puteo yo, pero que nadie me los toque. Creo que la sentencia bien se aplica a las mascotas. ¡Qué nadie se meta con mis perros, con mis gatos! Me había mudado solo y ellos eran el vínculo en la soledad de mi primer departamento, mientras cursaba la Facultad y desarrollaba un emprendimiento personal que me llevaría al precipicio.
Unos meses después estaba quebrado. Tenía 25 años, un título universitario que me servía tanto como las fichas del casino en un supermercado, y la sensación de que en esa situación límite era capaz de hacer cualquier cosa. Cualquiera. Regalé a Fidel a una pareja con dos chicos en edad escolar, ubiqué a Schiffer, alquilé mi departamento y me mudé a lo de un amigo, donde conviví durante algo menos de dos años con Marilina y Paula, su madre y su hermana.
Renunciar a mis mascotas no fue un gesto desesperado sino un inesperado acto de amor. No tenía dinero ni trabajo. Y mi catálogo de ideas superaba la coherencia. Encontrarles nuevos dueños fue liberador: las despedidas que dan perspectivas de vida son muy distintas a las del sacrificio; y sé, me consta, que ambos tuvieron una vida larga y afectiva. En cuanto las puse a salvo del derrumbe empecé a reconstruir mi futuro. Andrea, mi novia, solía dormir en casa, y aunque no había convivencia, ni hijos, ni casamiento posible, la relación fluía. Hoy, ella podría dar otra versión. Prefiero recordarla así.
En abril llegó mi cumpleaños. Le había pedido a Andrea un gato negro completamente negro. Y ese día llegó Klem. Cerré los ojos, extendí los brazos, y sentí entre las manos una caja inquieta. La apoyé en el piso y al quitarle la tapa vi salir al gato más blanco que puedan imaginarse. Un siamés rojo, al que tres años después se le sumó Rocky, otro siamés, de pelo marrón, largo y sedoso, con ojos celestes y una belleza de galán de novela de romances felinos.
Las mascotas se meten bajo nuestra piel. El hombre más duro, el más rudo, el menos efusivo, puede cambiar la voz sólo para hablarle a su gato; la mujer menos maternal, acariciar y ocuparse de su perro como nadie. Las mascotas nos transforman, nos desarman y rearman: son compartimentos donde uno deposita mucho más de lo mensurable. Con Klem, con Rocky recuperé un mundo.
¿Qué hace que queramos a un ser más bien bajito, peludo, que ladra o maúlla, exigiendo atención o moviendo la cola ni bien lo miramos? ¿Qué hace que les inventemos nombres por docenas, combinaciones lingüísticas que sólo alcanzamos después de traumatizar la sintaxis? ¿Qué hace que deseemos la presencia de ese animal –que hace un rato estuvo revolcándose en la plaza o escarbando las piedras de su baño rectangular– al pie del sillón o encima de la cama? Si lo pensamos, puede que no hallemos mucho sentido. Pero por suerte no todo en la vida es cerebral.
En los 15 años posteriores nos mudamos infinidad de veces. Y abrí mi primer local, y un segundo, y un tercero, y viajé y conocí buena parte del mundo, y me distancié de una novia para empezar otra relación, y luego otra, y otra más. En todo estuvieron ellos: en las mudanzas, en los encuentros, en los reencuentros, en las distancias definitivas, en los momentos de extrema dificultad, percibiéndolo todo, acompañando. Encima del escritorio mientras escribía, en el sofá durante las noches de peli, y otra vez echados en el piso, pidiendo caricias o atención.
(Flavia, Andrea, Gina, Walquiria, Cristina … Mis relaciones amorosas de peso fueron con mujeres que adoraban los animales: no es un dato casual).
Klem ... Estuvo bien hasta el final y solo en los últimos 3 días decidió dejarse ir. Hasta entonces vivió en pleno estado. Después vino el tiempo de alimentarlo con la jeringa: agua, leche para bebé ... hasta que ya no quiso y decidí llevárselo a Graciela (la vete de Honduras que lo atendió desde siempre) y ponerlo a dormir. Yo soy pro eutanasia, más en un animal que ya alcanzó edad de anciano y al que no le queda ninguna perspectiva de mejora.
Pero, además, hubo dos hechos que alivianaron la pena: el primero, que fue Graciela quien lo hizo. Y desde que lo recibió hasta que lo saqué envuelto en una tela multicolor guardada para cuando llegara el momento de enterrarlo en Cardales, digo, desde que Graciela lo recibió, ella fue contándole a Klem (y a través de él a mí) cómo sería el proceso, cómo primero se dormiría para después pasar, con una segunda inyección, de un sueño a otro, al definitivo. La voz, la manera, las caricias, la emoción acotada pero sincera que sentí de su parte, hicieron que esos escasos minutos fluyeran, en contraposición a la despedida de Rocky, donde el adiós me encontró desarticulado, sorprendido, hasta el punto de que aún hoy se me nubla la vista al recordarlo.
Las despedidas rara vez llegan a ser un dolor dulce, que nos permita honrar el recuerdo de aquel que ya no veremos, pero en esta oportunidad el cierre fue armónico. En su camioneta, afuera de la veterinaria, me esperaba Iván, un amigo de años. Abrí la puerta trasera y acomodé a Klem en el piso, detrás del asiento del acompañante.
No sé por qué lo puse ahí, pero señalo lo de la camioneta y lo del piso detrás del asiento del acompañante porque fue esa elección la que me hizo vivir el segundo hecho significativo: la camioneta es gasolera, y cuando nos detenía un semáforo yo aprovechaba para estirar el brazo hacia atrás y acariciar a Klem. Puedo asegurar que varias veces, mientras estábamos detenidos y yo lo acariciaba, la vibración del piso pasando al cuerpo de Klem me hizo sentir exactamente lo mismo que sentía en casa al acariciarlo: invariablemente, instantáneamente, él prendía –o yo quería sentir, en verdad– el motorcito en un ronroneo que se trasladaba a todo su cuerpo.
Y así viajamos hasta Cardales, entre ronroneos imaginados.
- Javier Berdichesky