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Los hombres suelen hacer un drama cuando les hablan de
colonoscopía, andrólogo o proctólogo. Nosotras, en cambio, acostumbradas, tan
sumisas como valientes, entregamos nuestra "humanidad" al
ginecólogo/a desde adolescentes, sin chistar. Adriana Arias nos ayuda a
reflexionar sobre ello y a consolarnos, con ironía, de un mal que todas
compartimos.
No es un gran plan. Es habitual que lo evitemos y/o posterguemos todo lo posible hasta que la obligación nos gana y allá vamos, a obedecer el turno que arroja nuestra agenda. Ya sea porque nuestro superyó nos indica que ya es tiempo de ocuparnos de esa área de nuestra salud, o porque no paran de atormentarnos con publicidades y notas que, felizmente, fomentan nuestra paranoia y nos dan un empujón ("hágase una mamografía cada año y no tendrá cáncer de mamas", "un P.A.P a tiempo eliminará el riesgo de todo tipo de enfermedades uterinas", etcétera), o, sencillamente porque ya nos viene picando desde hace una semana y no lo solucionamos con el baño de malva casero. Por la razón que sea, la decisión se impone.
Operativo ginecólogo
Cuando digo que "nos preparamos" para ir al ginecólogo, me refiero a la disposición tanto física como emocional. Cuerpo y alma.
En principio, nos sentimos obligadas a someternos a una buena depilación, buscamos ropa interior adecuada, nos bañamos cerca del horario asignado para la cita cosa de no tener olores desagradables y, fundamentalmente, utilizamos todos los métodos a nuestro alcance para llegar al encuentro lo más relajadas posible.
Ciertamente, podría parecerse al anticipo de un encuentro amoroso, pero no: lamentablemente, se trata de una mera coincidencia. La cita que nos aguarda es en el consultorio. Y aquí no vale ni la edad ni la experiencia:, en todos los casos, es un momento nada agradable.
Llegamos a horario aún sabiendo que nos aguarda la consabida espera en la sala en la que intentaremos distraernos hojeando alguna revista. Nos odiamos por no haber traído algún libro desde casa pues la propuesta literaria -en la mayoría de los consultorios- tiene la habilidad de ponernos más nerviosas, ya que la temática que circula en ellas insiste en aconsejarnos sobre nuestra salud, recalca las bondades de palparnos y acudir al médico a la primer duda sobre algún pequeño bultito o dureza que nos aparezca en las mamas, y nos anticipa los pasos hacia la menopausia y la forma de vivirla felizmente.
Si nuestro ginecólogo o ginecóloga es además obstetra, compartiremos el incómodo momento con mujeres jóvenes con panzas de diferentes tamaños y cara y actitud de embarazadas que esperan el encuentro con el profesional con la alegría esperanzada típica de tal condición. Además, suelen venir acompañadas de marido o madre, algo que solo ocurre en esas circunstancias. No hace falta decir lo solas y poco identificadas que nos sentimos.
Nos llama la secretaria para preguntar y confirmar datos y ubicar nuestra ficha. Si es habladora se dirigirá a las embarazadas y su familia con comentarios esperables: ¡cómo creció esa panza!, ya falta poquito, ¿qué sexo era?, y a nosotras nada. Lógico, no esperamos que nos pregunte como anduvo el flujo esta semana.
Finalmente, llega nuestro turno. El o la doctora nos llaman por nuestro apellido desde la puerta del consultorio con ficha en mano. Nos saluda y nos hace pasar. Los hay más simpáticos y los hay muy hoscos. Sin embargo, en todos los casos se los percibe como una película protectora y aislante hacia nosotras. Como si nos dijeran: esto es medicina, todo es estéril, yo soy el médico y usted la paciente. Es como un barbijo imaginario que los habilita a meterse de lleno en nuestra intimidad. La verdad, los entiendo.
De hecho, apenas nos sentamos y mientras revisa nuestra historia clínica, las preguntas que nos hace, desde la primera y sin anestesia (ninguno empieza preguntándote cómo te va en la vida, cómo te sentís, si estás cómoda), giran alrededor de cuándo fue tu última menstruación –si la tenés todavía- o cómo van los síntomas menopáusicos –si ya no la tenés-, controlan el tiempo transcurrido desde los últimos estudios que te mandó a hacer y que vos hiciste y comprueba los resultados. Entonces te mira y es ahí cuando vos le contás que te pica o que te parece que te encontraste un bultito, o que simplemente sos correcta y vas a hacer tu correspondiente control. Listo.
Ahí nomás te dice que te vayas a desvestir, te recuerda -por costumbre- qué prendas te tenés que sacar, aunque vos ya sabés que son todas. Te indica dónde están los camisolines que te tenés que colocar (que son los sustitutos de la enagua que mi mamá me obligaba a poner en mis primeros encuentros con el ginecólogo), los que, obviamente, coincidieron -como el de todas nosotras- con los primeros encuentros con la sexualidad en mi vida.
Hay mujeres a las que les molesta mostrarse desnudas, a otras no, pero lo que resulta particularmente bochornoso es ese intento de pretendernos cubiertas con esa bata antiestética e inútil cuando lo que en realidad va a ocurrir cuando estemos sobre la camilla es que se van a meter con lo más profundo de nuestra desnudez, esa que no solo implica al cuerpo sino al alma misma.
Te sentís expuesta y desvalida. Y te empezás a tensar como una lógica manera de defenderte de tamaño desasosiego.
Mientras tanto, ella o él se colocan los guantes para no contaminarse con lo que habite en nuestro cuerpo y, de alguna manera, para sostener la distancia requerida. Ciertamente no sería lo mismo que te pongan la mano directamente sin guantes: es una barrera que nos tranquiliza a ambos.
En ese momento, nuestra atención se centra en el fundamental hecho de controlar que por favor se ponga algún gel o crema para hacernos un poco más tolerables las prácticas que ya sabemos que ocurrirán de inmediato.
Y ahí vienen nomás los dedos en esa maniobra tan típicamente ginecológica. Los mueve hacia un lado y hacia el otro, nos pide que nos relajemos, tocan nuestra pelvis y bajo abdomen con la otra mano a la búsqueda de algún indicio de algo. Nos duele.
Saca los dedos y sentimos la textura del plástico o la goma que se arrugó con la exploración. Ahora viene el espéculo y nuevamente nuestra súplica interna y silenciosa: que elija el más chiquito y que le ponga mucho lubricante.
Nos introduce un aparato frío y amenazante que va abriendo a criterio, y vaya a saber una cuál es su criterio de apertura. Nos duele.
Después, viene la inspección de las mamas. A esta altura, el trapito que supuestamente nos cubría ya es una masa informe sobre nuestra apesadumbrada humanidad. Ahora las manos se ensañan con esa parte de nuestro cuerpo tan sensible, las aprieta por aquí, las estruja por allá, las oprime, las exprime como naranjas. Nos duele.
No solemos observar el rostro de nuestro poderoso partenaire en semejante faena, pero podemos imaginarlo disfrutando, aburrido, indiferente. Da lo mismo, ni siquiera importa demasiado si es hombre o mujer. La vivencia es la misma: la sensación de brutal intrusión los empareja.
Y así va culminando la tortuosa experiencia. Colmada de pudor, vergüenza, incomodidad, inquietud y dotada de la valiente actitud de quienes, como nosotras, nos vemos obligadas a exponer nuestra intimidad entre las tantas y múltiples versiones para la que está destinada.
Por Adriana Arias, psicóloga, psicodramatista, sexóloga y autora del libro Locas y Fuertes y Bichos y Bichas del Cortejo.
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