miércoles, 21 de octubre de 2009

Una fábula


Según cuenta la leyenda, había una vez un pueblo donde siempre llovía. De día o de noche, en invierno o en verano, año tras año llovía. Los habitantes del lugar ya estaban acostumbrados pues no conocían otro clima.
Para ellos no era un castigo o una bendición: era natural.

Tan natural, que el gris de las nubes era también el gris del suelo, de las paredes, de los árboles; todo estaba teñido con los distintos matices del mismo color.
Se dice que los bebés nacían rosaditos y sonrientes, pero al poco tiempo sus facciones se endurecían y su piel se volvía como la de los adultos.
Los más viejos del pueblo contaban que no siempre había estado lloviendo. Según ellos en el cielo había algo llamado Sol que solía iluminarlo todo, aunque la gruesa capa de nubarrones no permitía verlo. Los chicos escuchaban atentamente, pero dejaban de hacerlo cuando los grandes se burlaban de ellos y nunca más volvían a hablar del asunto.
Unos pocos (los más viejos entre los viejos) agregaban que, si alguien lograba pasar a través de las nubes, dejaría abierto un agujero que nunca más se cerraría por el cual entrarían los rayos del Sol trayendo el color y la vida a la tierra. Estos mismos rayos, con el tiempo, se encargarían de dispersar la tormenta pudiendo así llegar a todos los rincones del pueblo.
Quien tuviera el valor para hacerlo, tendría el éxito asegurado.

Así dice la historia. Como sabemos, toda leyenda tiene una parte de verdad y corresponde a cada uno de nosotros descubrir cuál es.
El Sol brilla para todos, pero sólo lo ve aquel que abre los ojos....



Claudio de Carlo
desde Buenos Aires, Argentina

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