viernes, 9 de noviembre de 2012

Ella, el centro del enojo


Había una Argentina en silencio. Es vastamente crítica del Gobierno. Ese país, antes oculto por la fanfarria épica del oficialismo, apareció ayer con una densidad y amplitud sin antecedente en la historia . Ni los finales de las campañas electorales de 1983, que inauguraron la nueva democracia argentina, ni los cacerolazos de 2001 y 2002, ni las manifestaciones contra el gobierno durante el duro enfrentamiento del kirchnerismo con los productores rurales, en 2008. Nada puede compararse con lo ocurrido ayer . La historia de las manifestaciones deberá escribirse de otra manera de ahora en adelante.

El centro de la Capital movilizó la mayor cantidad de argentinos, es cierto, pero la protesta también fue fuerte en el interior del país, en el propio conurbano bonaerense y hasta en los barrios capitalinos.

Tal vez una de las constataciones más significativas haya sido la masiva presencia de los reclamos políticos e institucionales , por encima de los económicos. Ésa era una tendencia que venían percibiendo los más serios analistas de opinión pública, pero que carecía de pruebas. Ayer las hubo. Sin embargo, debe subrayarse que la caída de la actividad económica, el colapso de los servicios públicos y las devastaciones de la inflación habían preparado el espacio en el que se desahogaron las protestas de anoche. Es probable, a pesar de todo, que Cristina Kirchner haya comenzado esos períodos de los presidentes argentinos en los que las debilidades políticas y morales pesan más que cualquier otra cosa.

La casi unánime protesta se la llevó la inseguridad. El kirchnerismo ya cambió ministros, trasladó la responsabilidad de la seguridad mediante meros bocetos burocráticos y colocó un viceministro fuerte donde hay una ministra ineficaz. El conflicto no hizo más que agravarse. La violencia del crimen se ha convertido ya en una guerra del hampa contra los ciudadanos inocentes. No hay sólo argentinos desvalijados, sino demasiados muertos para un país atravesado por un pasado de muertes. La distancia de la Presidenta con la sociedad puede advertirse en los muy pocos párrafos que le ha dedicado a la inseguridad en su habituales derroches verbales. Quizá por eso la presencia de las mujeres fue ayer visiblemente mayoritaria. Presienten que sus hijos podrían ser las próximas victimas del delito.

La Justicia tuvo un doble mensaje. Hubo apoyo explícito a la independencia de los jueces (y a sus buenos referentes), pero también un sonoro reproche por la escasa eficiencia en condenar la corrupción. Si Cristina Kirchner vio ayer la imágenes que mostraba la televisión (como seguramente lo hizo), debió arrepentirse de haber nombrado vicepresidente a Amado Boudou. La corrupción y Boudou compartieron muchos carteles garabateados artesanalmente. Cristina podría haber hecho también una autocrítica más profunda aún y cuestionar su propio sistema de toma de decisiones. Boudou fue una criatura de su exclusiva creación, sin consultar con nadie, sin informar a nadie. Es el mismo método que sigue aplicando, cada vez con más rigor, para administrar el Gobierno. Ese método y sus modos fueron severamente impugnados en las rebeldías de ayer.

Sobresalieron también las objeciones al autoritarismo creciente del cristinismo y a sus atropellos a la libertad de expresión. La intuición popular no se equivoca. Los carteles se refirieron a la libertad de expresión más que a la libertad de prensa. La libertad de expresión es más amplia. Comprende no sólo a los periodistas, sino también a los muchos ciudadanos o dirigentes sectoriales que fueron callados por la Presidenta en sus cadenas nacionales. O que sufrieron la persecución sistemática de la AFIP luego de haber criticado al Gobierno o después de haber informado simplemente de una noticia que al Gobierno no le gustaba.

Ningún kirchnerista en su sano juicio podrá replantear durante mucho tiempo, al menos, el proyecto reeleccionista de la Presidenta. La oposición política fue menos criticada ayer, aunque también recibió algunos castigos, porque hace pocos días se unió en contra de la reforma constitucional. La defensa de la Constitución, tal como está escrita, y la permanente oposición a la idea de eternidad del kirchnerismo fueron constantes en casi todas las concentraciones, en todo el país. La Presidenta deberá resignarse, a partir de la negativa de sus opositores a habilitarle el debate reformista y del coro popular de la víspera contra su reelección, a que su experiencia de poder concluirá definitivamente en 2015. El peronismo también comenzará a tomar distancia de ella; nunca se ha enfrentado al estado de ánimo social sólo para defender un determinado discurso. Eso pueden hacer los radicales, no los peronistas.

Es posible que Cristina Kirchner vuelva a retozar entre sombrías conspiraciones para explicarse, y explicar, lo que pasó. Eso pertenece ya a la metafísica. En lo fáctico, le convendría más detenerse en las involuntarias conspiraciones de sus seguidores. Un cierto vacío de conducción política quedó evidente en los últimos días. No calló ninguno de los que debían callar. Aníbal Fernández, Luís D'Elía, Hebe de Bonafini y Diana Conti, entre varios más, fueron eficaces voluntarios para la convocatoria de los cacerolazos. Cualquier otro presidente, desde Alfonsín hasta Néstor Kirchner, los hubiera mandado a hacer silenciosos menesteres. Ya su propio jefe de Gabinete, Abal Medina, tendrá que explicar por qué dijo que los caceroleros del 13 de septiembre eran simples nostálgicos de Miami. La Argentina sería un país muy raro si la cantidad de gente que se movilizó ayer en el país (calculada entre 1.000.000 y 1.500.000 personas) soñara nada más que con Miami y con los dólares. De alguna manera, una parte importante de la sociedad le respondió ayer a la extravagancia dialéctica de Abal Medina.

Como los estudiantes franceses de mayo del 68, los argentinos movilizados anoche sólo saben lo que no quieren. Podría deducirse también que aspiran a un gobierno más pacífico y amplio que el que tienen, pero eso se dijo de manera muy borrosa. Es cierto que ningún dirigente político argentino, oficialista u opositor, podría convocar ni a una mínima parte de los convocados ayer. La situación se coloca entonces en un límite peligroso: la distancia con la política podría definir un clima social marcado por la antipolítica. La historia enseña que la antipolítica fue una pródiga partera de líderes autoritarios. Los dirigentes políticos no podrían jamás ponerse al frente de semejante movimiento social, pero podrían, en cambio, luchar con más eficiencia por muchas de las nobles banderas levantadas anoche.

El kirchnerismo perdió, además, el monopolio o el predominio que tenía de las redes sociales. Fue el primero en utilizarlas con sentido práctico y oportunista, pero creó una escuela que ahora le arrebataron. Las imágenes televisivas mostraron también demasiada gente joven en la protesta como para que el kirchnerismo siga proclamando su liderazgo sobre la juventud argentina. La mayoría de la juventud argentina no tiene adscripción partidaria opositora, pero tampoco suscribe los postulados ni los métodos del cristinismo.

El kirchnerismo hizo malamente de la bandera argentina su signo partidario. Ayer sucedió una novedad. La única presencia común de los cacerolazos antikirchneristas fue también la de la bandera. Podría ser un buen síntoma de unión nacional o podría significar la irrupción de dos bandos enfrentados que se disputan la patria..


Por Joaquín Morales Solá | LA NACION

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