martes, 30 de abril de 2013

Humilladores cotidianos


En un comercio, en un centro médico, en una oficina pública, el maltrato es el pan de cada día. Qué sucede cuando se admite mansamente lo inaceptable.

 
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La parodia de la maltratadora, en la figura de la empleada pública que popularizó Antonio Gasalla, se instaló también en el ámbito privado.


Así como funciona, la atención al público se ha convertido en un "recurso inhumano". Nadie tiene derecho de maltratarnos, costumbre muy instalada. Sin embargo, esta situación se produce porque -casi siempre- hay uno que ejercita el mal modo y otro que lo consiente.

-¿Qué tal? Vengo a cambiar esta camisa por un talle más.
-Fijate en el canasto, a ver si encontrás algo -respondió la vendedora y se desentendió.
-En todo caso, puedo cambiarla por una pollera y, si cuesta más, pago la diferencia- insistió la clienta.
-Hummm, ya queda poco de verano. En el perchero hay algunas -deslizó la vendedora, con tono desganado, mientras no apartaba la vista de su celular.

Otro escenario. Mesa de entrada de un centro médico.

-Buen día, por favor, necesito un turno para el traumatólogo.
-Debe dirigirse al mostrador de enfrente. Le aviso que están entregando turnos para dentro de un mes -acotó la empleada con la misma naturalidad de una panadera anunciando que se acabaron las flautitas.




Todo el tiempo estamos expuestos a quienes -sea a través de un sevicio público o detrás de un mostrador- nos maltratan con total impunidad.
Por algo el personaje de la empleada pública, que popularizó Antonio Gasalla, sigue siendo tan celebrado. El asunto es que esta modalidad amarga e indiferente, se instaló también en el ámbito privado.

Mala cara, mirada esquiva, sonrisa ausente, mandíbula en movimiento (ocupada en mascar chicle), vocabulario pobre y una abulia que espanta, constituyen los rasgos básicos para elaborar el identikit de quienes -dato curioso- fueron seleccionados para atender al cliente. Ese desprevenido cliente que, sin saberlo, accede al lugar del "verdugueo" con lo más importante para realizar cualquier operación comercial: su dinero. Y, a cambio, recibe pésima atención, como si le estuvieran haciendo un favor.

La joven embarazada ingresó en la peluquería con los nervios de punta. Mientras le ofrecían un vaso de agua, comentó, agitada: "Le pedí al taxista que doblara en la esquina, para caminar una cuadra menos y al tipo le saltó la térmica. "Yo no admito que me den indicaciones", contestó fuera de sí. "Lo peor -prosiguió la mujer- es que decidí bancarme la agresión por prudencia, por miedo de que alguien tan intolerante pudiera ser aún más violento".


Ejemplos de este tenor abundan en todos los rubros. ¿Por qué permitimos que nos maltraten? A veces hacemos la vista gorda o aceptamos el verdugueo porque nos entusiasmó un par de zapatos, una batidora de oferta o una vistosa lámpara. ¿Vale la pena? ¿No resultaría más conveniente proteger la autoestima marchándose del lugar?

Aunque molesta reconocerlo, estas conductas negativas se activan -casi siempre- de a dos: la persona atrevida y la que consiente.

Nadie tiene derecho de maltratarnos. En ninguna parte. Menos, aún, en lugares dedicados a los temas de salud, a los cuales acudimos por problemas propios o de allegados y, en consecuencia, con las defensas bajas, más vulnerables.

En fin, repetidas historias humillantes que nos retratan como sociedad. Es decir, a nosotros mismos, seres humanos con capacidad de cambio. La decisión de mejorar es una iniciativa personal y tiene efecto multiplicador.

Ponerla en marcha, resultará óptimo para jerarquizar la calidad de vida.

Por Dionisia Fontán 

Periodista y entrenadora en comunicación. www.dionisiafontan.com

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