Tenía 87 años. Creció en un pueblo diminuto, Aracataca, que hoy se identifica con el Macondo de “Cien años de soledad”, la novela que lo hizo famoso. Acompañó la revolucion cubana y fue un referente de la izquierda.
Sabemos, porque nos lo enseñó el historiador británico Eric Hobsbawm hace un poco más de dos décadas, que los siglos no necesariamente duran cien años ni empiezan con cero y terminan con 99: él afirmaba que el siglo pasado empezó en 1914 y terminó en 1991. Seguramente ha de haber tenido razón, pero anoche, cuando se supo que, a los 87 años y en el México que había elegido para vivir desde 1961, murió Gabriel García Márquez, muchos sintieron que el Siglo XX daba algunos de sus últimos estertores en Latinoamérica: se fue su escritor más popular de las últimas cuatro décadas.
Su Cien años de soledad terminó
de poner a la literatura de la región en el mapa mundial. Si bien ya
habían emergido muchos escritores enormes, tal vez más enormes que el
colombiano –piénsese en Borges sin ir más lejos o en algunos de los
otros escritores del boom del que fue parte, como Guillermo Cabrera
Infante, Juan Rulfo o el mismo Vargas Llosa– su novela vendió treinta
millones de ejemplares y fue traducida a más de 35 idiomas y García
Márquez empezó a gozar de una fama de rockstar.
La belleza simple de Cien años de soledad –por lo menos al lado de otros libros de la época, más experimentales, como Vistas del amanecer en el trópico, del cubano Cabrera Infante–
fue un éxito instantáneo y global desde su publicación en Buenos Aires
en 1967, cuando la industria editorial argentina era tan fuerte como
para iniciar semejante explosión. Cien años de soledad fue una novela que nos deparó felicidades como ésta:
“Muchos
años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano
Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó
a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de 20 casas de
barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas
que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes
como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas
carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el
dedo”.
Hay,
en esa escena deslumbrante, la de un nene yendo a conocer el hielo en
un pueblo mínimo y ardiente, un pedacito de la infancia de García
Márquez, la misma a la que seguramente hace referencia la novela cuando
habla de un mundo tan reciente al que todavía le faltaban palabras:
los años que pasó en su Aracataca, un pueblo diminuto y muy tórrido
–puede llegar a padecer 50 grados– bien adentro de Colombia, junto a
sus abuelos.
El, Nicolás Márquez, que
había sido Coronel en la Guerra de los Mil Días –guerra civil colombiana
entre 1899 y 1902– le contó historias bélicas, relatos que siempre son
un modo de hablar de política, le enseñó a usar el diccionario y lo
introdujo al “milagro” del hielo llevándolo con frecuencia a la United
Fruit Company.
Ella,
Tranquilina Iguarán Cotes, le contaba historias llenas de mitos y
leyendas de la zona. Gabito fue ahí, con sus abuelos, el niño que sería
el hombre que décadas después, en 1982, ganaría el Premio Nobel de
Literatura, que discutiría intentos de acuerdos nacionales en la
vertiginosa Colombia de hace 20 años con Andrés Pastrana –ex presidente
de colombiano– y Felipe González –ex primer ministro español–, que se
sentaría a la derecha de su amigo Fidel Castro pasara lo que pasara y
cayera quien cayera, que impulsó en toda la región una forma hermosa de
hacer periodismo, la crónica de no ficción, y podría contar a sus
discípulos de a miles. El que declararía “Yo digo: ‘estoy de García Márquez hasta los cojones’”
cuando sintió que la fama era un trabajo demasiado exigente. Gabito,
entonces, en Aracataca allá por los años 30, tuvo su iniciación en las
armas que usaría luego en esas decenas de libros suyos que le depararon
la fama que lo tendría hasta los cojones. Pero contento también.
A
esa infancia encantada de relatos bélicos y maravillosos le siguió una
breve vida común con sus padres y luego el bachillerato, un internado
para chicos prodigio. Ahí se sentiría “triste y ajeno” pero comenzaría
a considerar a la literatura como un destino posible; cuando publicó su
primer libro, La hojarasca,
le dedicó un ejemplar a su profesor del colegio. Los padres
presionaron y cuando terminó el secundario el chico prodigio fue
derecho a la facultad de Derecho. La violencia política lo salvó de un
destino de bufete y tal vez salvó a Latinoamérica de perderse una de
sus obras dilectas: el Bogotazo, unas protestas masivas en 1948, fue
reprimido con salvajismo y cerraron la universidad.
García
Márquez se trasladó a Cartagena para seguir estudiando pero
rápidamente se sintió libre de dedicarse a una de sus dos pasiones
mayores: el periodismo. Trabajó para El Universal, luego para El
Heraldo y mientras tanto no se privaba de darle tiempo a su otra
pasión, la literatura: se sumó al “Grupo de Barranquilla”, con base en
una librería y un bar, “La Cueva”, donde los jóvenes escritores,
compañeros de trabajo en la redacción, se dedicaban a discutir las
obras de grandes como Albert Camus, Virginia Woolf y William Faulkner,
una de las mayores influencias tanto de García Márquez como de los
otros autores del boom.
A partir de ahí, de ese
trabajo en un diario y de esas discusiones en el bar seguramente regadas
de ron y arepas, se acelera la vida de García Márquez: ya ronda los
25, lleva como marca las leyendas y las batallas oídas en la infancia,
es apasionadamente periodista.
Pasa
a trabajar a El Espectador, donde se convierte en el primer columnista
de cine del periodismo colombiano. En 1955 da el paso definitivo:
publica su primera novela, La hojarasca. Y publica, a modo de folletín en el diario en que trabaja, Relato de un naúfrago,
una obra de arte de periodismo narrativo. Sufre la censura del régimen
del general Gustavo Rojas Pinillas. La dirección del diario lo envía,
para protegerlo, como corresponsal a Europa. Sigue escribiendo: en
1958 aparece El coronel no tiene quien le escriba.
En 1959, luego de haber cubierto los juicios de la triunfante
revolución cubana liderada por Fidel Castro en la isla, dirige Prensa
Latina, la agencia de noticias que acompañó la revolución cubana y
donde trabajaron también, por ejemplo, Rodolfo Walsh y Rogelio García
Lupo. En 1960 pasa una temporada en los Estados Unidos hasta que le
niegan la visa por considerarlo miembro del Partido Comunista. Se muda
a México, donde se instala hasta sus últimos días.
La
amistad y las pasiones políticas lo unirían y lo separarían de los
otros miembros del boom. Sería en París, cuando ambos vivían allí, que
se rompería su amistad con el otro Nobel, Mario Vargas Llosa. Las
tensiones ideológicas –Vargas Llosa se alejaba vertiginosamente de la
izquierda y García Márquez se comprometía cada vez más– y las tensiones
amorosas –parece que Mario Vargas Llosa era muy celoso cuando joven y
habría interpretado mal unos consejos de García Márquez a su mujer,
Patricia, en ocasión de desaveniencia conyugal– terminaron con el
vínculo de los dos escritores. El broche lo puso el peruano, al año
siguiente, 1976, en México: le pegó una trompada al colombiano y le
dejó el ojo negro.
Antes
habrán discutido mucho de política: en 1971, el gobierno cubano
encarceló al poeta Heberto Padilla. Los intelectuales de la época
firmaron solicitadas pidiendo su liberación. García Márquez, que ya era
el mundialmente famoso autor de Cien años de soledad,
no: prefería tratar personalmente esos asuntos con Fidel. Vargas Llosa
lo tildó de “cortesano de Castro”, Cabrera Infante lo acusó de sufrir
de “totalitarium delirium”. Por su parte, García Márquez asegura haber
ayudado a mucha gente a salir de la isla. En una entrevista del
cronista estadounidense John Lee Anderson, contó que fue parte de una
operación en la que se expatriaron “unas dos mil personas”. García
Márquez ya era un diplomático sin cartera, un hombre de enorme peso
político.
Escribió mucho más: los cuentos de La increíble y triste historia de la Cándida Eréndida y su abuela desalmada y la festejadísima y llevada al cine, Crónica de una muerte anunciada,
donde desarrolla un thriller que empieza con el asesinato y reconstruye
los hechos hacia atrás; un procedimiento muy novedoso en la era
anterior a las series.
Y
nos deparó, a varias generaciones, una experiencia inolvidable de
lectura feliz: encontrar en la adolescencia, que es cuando suelen
aparecer por primera vez los libros del colombiano, un ejemplar de Cien años de soledad aseguró, para muchísimos, horas de luminosa alegría. Y décadas de agradecimiento.
Fuente: Clarin
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