Se corta la luz, una hora, dos horas, un día entero. Llamamos a la compañía eléctrica. Hablamos con un contestador automático, hacemos el reclamo. Nos acomodamos. Pasa un día más. La luz no vuelve. Falta también el agua. Reclamamos otra vez al contestador automático. Se nos pudre la comida en la heladera, tiramos los remedios que necesitan frío. Bajamos al señor mayor del sexto piso a la planta baja, un vecino le da asilo. Mandamos a los chicos a la casa de la abuela. Nos bañamos en lo de un amigo. Nos acomodamos. Se vienen las Fiestas, ¿tendremos luz? Cargamos los celulares en el auto por si la suerte nos acompaña y los teléfonos celulares nos permiten comunicarnos. Subimos y bajamos por la escalera. Nos acomodamos. En el noticiero, una señora de 92 años dice que el día lo lleva más o menos bien pero la noche no, que la noche a oscuras le trae las imágenes de la guerra. Cierra los ojos como para espantar el recuerdo. Y sigue con su relato. Dice que vinieron hace unos días dos técnicos a ver qué pasaba, “pero no volvieron, y eso que yo me porté bien con ellos”. Eso dice la señora de 92 años, que ella se portó bien. Como si su comportamiento pudiera tener alguna responsabilidad sobre lo que ocurre.
Pasa la Nochebuena y la luz no vuelve. Nos aterra el Año Nuevo a oscuras. Pero falta, todavía falta. La luz va a volver antes de Fin de Año, decimos aunque no estamos seguros. Un tío nos invita el 31 a su casa, asegura que ahí la luz se corta menos “y si se corta viene más o menos rápido”. Es una lotería, pero creemos en la ley de las probabilidades y aceptamos la invitación del tío. Nos acomodamos. Aunque le advertimos que helado no llevamos, que del helado se ocupe alguno que tenga heladera. Mejor pan dulce. Y el calor que no afloja; porque ahora lo que mata no es más la humedad, es el calor.
Pero algún día la luz volverá. Por fin arreglarán el problema que durante días no tuvo arreglo. Tocaremos la tecla de la luz y la bombilla se encenderá, la heladera arrancará y empezará a enfriar, si giramos la canilla saldrá agua. Y entonces lloraremos de alegría, nos emocionaremos, querremos besar al operario que estuvo trabajando, a la cuadrilla entera, al señor Edenor/Edesur. Hasta al ministro De Vido querremos besar en agradecimiento. Entonces, en ese momento, igual que en el juego de la oca, retrocederemos tres casilleros, perderemos un turno, y nuestra dignidad como sociedad se degradará un poco más. Como sucede en el síndrome de Estocolmo (disturbio psicológico por el cual un secuestrado termina desarrollando un vínculo afectivo con su captor porque no le hace daño y le trae agua y alimento), nosotros creeremos que debemos estar agradecidos a quien en el sector público o privado no hizo otra cosa que cumplir con su responsabilidad o su contrato.
Acomodémonos, porque hay que pasar el mal momento como sea. Pero cuando haya luz y la alegría nos emocione hasta las lágrimas, tratemos de no olvidar que hay responsables, hay derechos y obligaciones, hay controles que deben ser cumplidos, hay daños que deben ser reparados. Y una señora de 92 años que no entiende por qué nadie la ayuda si ella se portó bien.
Por Claudia Piñeiro*
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